Sentado en la terraza de una cafetería en la Plaza del Belluga, frente a la barroca fachada de la catedral de Murcia, espero sin prisa el café con leche que acabo de pedir y una media tostada de atún con tomate. Estiro y desperezo el cuerpo, encogido por horas en la oficina. Las manos cruzadas sobre el vientre, las piernas estiradas bajo la mesa.

 

El sol de las once de la mañana, cegador y reconfortante, acaba de elevarse sobre la silueta del obispado, y acaricia cálidamente mi rostro, libre de mascarilla. Lo miro de frente sin cegarme, gracias a mis gafas de sol. Y disfruto de ese momento de paz que va en el precio del desayuno incluido.

 

Frente a mí observo el ajetreo de decenas de personas que van y vienen. Algunas con prisa, otros sin ninguna. Adultos, jóvenes, personas mayores. Unos van al trabajo y otros regresan, y otros simplemente pasean. Unos solos, otros acompañados.

 

Casi todos van embozados con sus mascarillas, al igual que las comensales que me rodean en otras mesas de esta misma terraza. Compañeros y compañeras de trabajo que se han reunido en torno a un café y una tostada pero que en lugar de disfrutar de ese instante parecen sufrirlo. Incómodos y tensos sobre sus sillas, con la mirada perdida o cabizbaja. Alguien habla, el que lleva doble mascarilla y tiene aspecto más demacrado. El monólogo es triste y la cadencia de su voz pesarosa. Ya sé de qué hablará, no me hace falta escucharlo. Repetirá lo que todos dicen, una y otra vez. Que si los contagios han vuelto a subir. Que si los irresponsables que salen a la calle sin mascarillas. Que sí la tercera dosis. Bla, bla, bla… Los demás lo miran con ojos apagados y resignados. Nadie se atreve a quitarse la mascarilla, a pesar de que hace semanas que ni tan siquiera es obligatoria. Cualquiera lo hace. Solo para dar un sorbo rápido al café o dar un mordisco a la tostada. En ese instante ladean sus mascarillas y agachan la cara. Solo un segundo. Luego vuelven a embozárselas y a seguir esperando que ese desayuno con aire diríase fúnebre concluya.

 

Al lado de esa mesa observo a dos ancianos bien vestidos con sendas mascarillas FFP2. Sentados frente a frente, manteniendo las distancias. Uno de ellos intenta explicar al otro algo apasionadamente. Se ha bajado la mascarilla hasta la barbilla porque le cuesta respirar. Se ahoga. Su interlocutor le recrimina que se la baje y le ordena con un exabrupto que se la ponga bien. El abuelo dicharachero, avergonzado, se la vuelve a ceñir y continúa su soliloquio, ahogándose otra vez.

 

En otra mesa, una señora mayor, sola, frente a una taza de café ya vacía, mira algo en su móvil. Lleva gafas de sol y mascarilla, lo que hace imposible adivinar su cara y menos reconocerla. Advierto una tristeza en la lentitud de sus gestos y en el halo que la envuelve, aun a pesar de no poder leer su mirada ni ver sus labios. Unos labios que a buen seguro han olvidado sonreír.

 

Entonces mi mirada regresa a la taza de café humeante que me acaban de servir, con un bonito corazón dibujado sobre la espuma. Al lado la apetitosa tostada de atún y tómate.

 

Mientras doy cuenta de ese desayuno, sin prisa, cierro los ojos y disfruto del calor agradable del sol matutino de febrero que sigue acariciándome la piel. Y sonrío. Y pienso que la vida es bella. A pesar de la mayoría.